viernes, 24 de febrero de 2012

THE PITMEN PAINTERS
















La semana pasada estuve cenando Londres con mi amigo Ian Kelly, actor, escritor, presentador de TV y orador. Sus biografías sobre Brummell y Casanova han sido un éxito en Inglaterra. Su libro sobre Careme el primer chef famoso por cocinar para la realeza y la aristocracia europea en tiempos de la revolución francesa fue convertido en un interesante programa para Channel 4, que él mismo presentó y en 2006 la BBC realizó una hermosa película sobre su biografía de Brummell. Como actor de cine participa entre otras cosas en la saga de Harry Potter en la que hace de padre de Hermione y a todo eso hay que añadir su sólida carrera como actor de teatro. Esa misma tarde, antes que de fuéramos a cenar estuve en el Duchess Theatre viendo la obra en la que está trabajando ahora, The Pitmen Painters. A quien le guste el teatro de calidad, no esos horribles musicales que se han extendido como una plaga por toda la geografía mundial, es una obra que no puede perderse. The pitmen painters lleva en cartel varios años como repertorio del National Theatre y ahora está en el West End.


El tema principal de la obra es el arte. Qué es el arte y si con la debida educación y entrenamiento todo el mundo puede convertirse en artista. Está basada en una historia real, la de unos mineros de Northumberland que comenzaron a tomar clases por las tardes como parte de la WEA, “Asociación educadora de trabajadores” y lo que ocurrió cuando siete años más tarde, después de tocar múltiples y variadas materias, llegaron a una asignatura llamada apreciación del Arte. La obra es divertida y profunda por igual, rápida, entretenida y llena de matices. Quien haya intentado crear, sabe lo difícil que es hablar de cosas serias y a la vez arrancar carcajadas.

La obra comienza cuando los mineros están a punto de iniciar su clase de arte. Su aproximación a la materia está marcada por las limitaciones de toda índole que se suponen acompañan a la clase baja trabajadora de un pueblo minero del norte de Inglaterra. Se les presenta como rudos, básicos e incapaces de abstraerse. Quieren saber qué es eso del arte, por qué se considera tan importante, quieren conocer qué se esconde detrás de un cuadro y le piden al profesor les “enumere” qué es lo que ellos no ven. Pero a pesar de los esfuerzos de su maestro, el pintor Robert Lyon, (interpretado por Ian Kelly) parecen inmunes a cualquier acercamiento. Lyon se da cuenta de que no avanzará un paso si sigue con ese método. Impotente e incapaz de comunicar algo que parece tan imposible de transmitir como la chispa divina decide olvidarse de teorías y les insta a coger pinceles y descubrir por sí mismos los secretos. Lo que ocurre a continuación es asombroso. Esos hombres toscos e insensibles comienzan a crear, a introducirse en el misterio y a descubrir todo eso que desde fuera parecía inaccesible. No sólo lo descubren, acaban por convertirse en artistas, en un grupo de pintores famosos en toda Inglaterra. Exponen en Londres, Berlín, Rotterdam, críticos como Henry Moore ensalzan su trabajos, los artistas les visitan fascinados. Sus obras se convirtieron en la primera exposición occidental en China después de su revolución cultural.

Durante la obra se van proyectando en el escenario las pinturas que realizaron y es fascinante observar el talento que poseían aquellos hombres. Crearon pinturas de una belleza, estilo y originalidad sorprendentes.

Una de las muchas cuestiones que plantea la obra es la de “hacer para ver”. Hasta que uno no se mete dentro de algo es incapaz de verlo, de comprenderlo, de explicarlo. Es sólo cuando nos entregamos a una tarea, cuando decidimos involucrarnos cuando podemos verdaderamente medir y juzgar, ser capaces de hablar con opinión.

¿Todo el mundo puede pintar? Es otra de las preguntas que plantea y la repuesta queda inconclusa aunque con matices. Después del reconocimiento que tuvo el grupo hubo otros que intentaron lo mismo a lo largo del país sin éxito. El grupo de Ashington, como se les conoce, son algo fuera de lo común. No es suficiente educación formal, hace falta cierta sensibilidad, cierta visión. Lo que ocurrió en Northumberland es una de esas cosas que pasa una vez, o dos, no algo que se dé cuando se siguen unas pautas. Pero lo que me llama la atención es la actitud de esos mineros. Esos hombres ya tenían dentro “algo”, una llamada, un interés, una necesidad. ¿Por qué si no un grupo de mineros en un pueblo aislado donde no hay biblioteca ni museo deciden tomar clases, primero de Evolución y después de arte? ¿No les bastaba con irse al Pub después de un duro día de trabajo en la mina? ¿No era suficiente el futbol, del que muchos eran fervientes seguidores, la jardinería, los paseos en bicicleta, las carreras de galgos? Obviamente, no. El arte fue algo que llegó porque estaban buscando. Eran mineros y su trabajo era buscar, buscar en las entrañas de la tierra, picar y remover para encontrar vetas de valor entre lo que abunda. Sólo por eso debían saber que entre lo más oscuro y profundo puede encontrarse lo más inestimable y precioso. Detrás de su rudeza, de su supuesta insensibilidad latía un don que pudieron desarrollar, un talento que pudieron expresar. Wilson, uno de los pintores del grupo decía que cuando pintaba experimentaba una sensación de libertad, de ser su propio jefe. “Cuando he terminado un cuadro, decía, siento que ha pasado algo, no sólo en el lienzo si no en mí mismo. Durante un tiempo he disfrutado de una sensación de dominio, de haber hecho algo real.” Eso es Arte. Eso es sentir el arte. Eso es crear.

La obra tiene muchos otros matices que para los que estamos “fuera” de la sociedad inglesa, de sus pormenores y jerarquías son casi inexistentes. Cenando después de la obra con Ian en Joe Allens, la filial Londinense del famoso restaurante Neoyorquino donde se dejan ver esos rostros que ha dedicado su vida al teatro, al cine y la interpretación, me revelaba esos otros detalles que yo había pasado por alto sobre cómo y qué opinaban los ingleses de la obra y de los personajes con sus respectivas clases sociales, de la ideología política a la que estaba unida el grupo de Ashington, del papel que tuvo en las vidas de los mineros el profesor que él interpreta y cómo Lee Hall, el guionista de la obra que es también responsable de la exitosa Billy Elliot había modificado el verdadero papel y la personalidad de Lyon por razones dramáticas.

Yo le comentaba a Ian que todo eso que me perdía, que nos perdemos todos aquellos que no seamos ingleses, es interesante como curiosidad. Pero para mí, que no estoy interesada en cuestiones políticas ni sociales si no en los misterios y milagros de las conciencias individuales, la obra y todo su contenido es una experiencia iluminadora, una prueba de que lo sublime, la belleza y lo extraordinario se pueden encontrar incluso en los lugares más oscuros e inesperados.

viernes, 10 de febrero de 2012

¿VÍCTIMA O AGRESOR?

“La idea que tenemos de nosotros mismos
es un componente real de lo que somos.
Lo que creemos acerca de nuestras razones
para obrar, nuestra libertad o esclavitud,
es un principio real de nuestro comportamiento”

El misterio de la voluntad perdida
José Antonio Marina



Siempre me he preguntado, viendo una película, leyendo un libro e incluso escuchando las noticias por qué las víctimas de una agresión, de un atraco, o cualquiera de las situaciones violentas con las que nos podamos encontrar asumen, en ciertas circunstancias, y con tanta facilidad, el papel de víctimas. Hay escenarios que obviamente están muy por encima de nuestras capacidades, pero muchos otros, la mayoría de hecho, podrían haberse desarrollado de otra manera si la supuesta víctima hubiera estado preparada.
Muy pocas veces se nos sorprende con un cambio de roles y creo que el motivo está en el factor sorpresa. Uno va por la calle tranquilamente y de pronto se presenta una situación violenta. El agresor nos ha seguido y por tanto está preparado, metido en su papel de agresor. La “víctima” sin embargo es arrastrada a una situación en la que no sabe cómo reaccionar. De pronto se ha establecido un contexto dónde se le exige actuar como víctima y la mayoría de las veces nadie se salta el guión.
A mí, que siempre me ha molestado que me pongan en roles que no he elegido, las pocas veces que he tenido la mala suerte de toparme con agresores aficionados he salido ilesa. Puede que sea inconsciencia o una creencia empecinada y sobrevalorada en mis capacidades, el caso es que en esas situaciones el agresor se ha marchado sin lo que buscaba, quizá simplemente porque no esperaba semejante respuesta.
Podemos reaccionar como nos exige el agresor o podemos darle una vuelta a la tuerca y convertirnos en agresores. Saber que puedo ser tan violento, tan brutal y tan cruel como el que más cuando la situación lo requiere, es una sabiduría muy útil que debemos tener al alcance de la mano en ciertas circunstancias. Como decía, todo depende por supuesto del contexto. Pero si en esa rápida valoración vemos una oportunidad, una “paridad” en las posibilidades, ¿Por qué no aprovecharla? No estoy hablando sólo de violencia, las palabras pueden ser igual de eficaces y disuasorias.
Con relación a este tema escribí hace mucho un relato que he recuperado ojeando mis carpetas. Es un relato “real”, es decir, está hecho de experiencias reales, de conclusiones reales y de creencias reales. Y ¿Hay algo más real que la idea que tenemos de nosotros mismos?


EL GRITO


Recuerdo perfectamente el día que dejé de tener miedo.
A veces se me presenta con la misma claridad con que ahora veo el sol de media tarde. Y es especialmente en los días apacibles y soleados como el de hoy cuando el recuerdo me llega con más nitidez. Aquel día, como hoy, fue una calurosa tarde de finales del mes de julio, una de esas tardes de verano después de la comida, en las que toda la ciudad parece sumida en un sopor común. Un opresivo bochorno que derretía hasta los pensamientos.
Tras las persianas, echadas a medias, la gente dormía la siesta después de la copiosa comida del domingo, se acomodaban en sus sofás y hablaban a media voz, como si se lo dictara un instinto de conservación de la intimidad. Era uno de eso días silenciosos y a simple vista tranquilos en los que el eco de nuestras pisadas nos hace sentir como delincuentes.
Yo, que no recuerdo porqué misteriosa razón había abandonado a esas intempestivas horas el frescor de mi bien acondicionado apartamento, caminaba con paso rápido por la acera observando cómo la desierta ciudad se cocía en un caldo de digestiones y entresueños pacíficos y placenteros. Sin saber porqué, ese sopor me produjo cierta rabia y al pasar por una de aquellas plazas deshabitadas, donde la quietud parecía querer adueñarse incluso de mi paseo, sentí ganas de gritar. Quise lanzar un grito de socorro estridente y sonoro que sumiera a la ciudad en un caos abrumador, que muchos no recordarían más que como una ensoñación de su duermevelas y otros como un espasmo que les cortó la digestión. Sin embargo, resistí la tentación y continué abriéndome paso entre las espesas ráfagas de calor, disfrutando, a pesar de todo, de una ciudad que pocas veces se dejaba observar tan vacía.
Entré en una calle arbolada, mucho más fresca que el resto, cuando a lo lejos vi una silueta que se aproximaba hacia mí.
En cualquier otra época del año, cruzarse con alguien en esta calle a esta hora habría sido algo insignificante y cotidiano. Pero aquel día era como volver al lejano Oeste donde los duelos se libraban en calles igual de desiertas y los dos rivales podían, en el silencio expectante, incluso oír los latidos del corazón de su adversario.
Yo no escuché los latidos del hombre que venía hacia mí, pero me di cuenta de que sus pasos eran cruzados y su andar vacilante. Una de las veces, un mal paso le hizo tropezar y golpearse contra un edificio. Lo apartó con malas formas, empujando con violencia la pared como si fuera ella la que se hubiera cruzado en su camino.
Miré alrededor y me di cuenta de lo que antes había pasado por alto: estaba sola. El sol, el calor y la pegajosa somnolencia que se respiraba no eran más que un engañoso entorno de fingida seguridad y pensé que si en vez de un día soleado fuera una noche oscura y fría, estaría dentro de mi peor pesadilla.
Fue en ese momento cuando comencé a tener miedo. Si algo ocurría nadie saldría en mi ayuda.
Entonces me arrepentí de haber tenido ganas de gritar en aquella plaza. Aquel grito de falsa alarma había sido una prueba de que nadie se molestaría en salir. No había sido un grito real, nadie lo había oído. Pero era como si el simple deseo malicioso de hacerlo, hubiera materializado en las siestas de todos y cada uno de los habitantes un lobo real, cuyo terror me haría dar gritos reales, pero cuyo sonido sería el eco inaudible de aquel caprichoso grito infantil.
El hombre estaba lo suficientemente cerca como para ver el brillo de sus ojos y no me gustó lo que percibí. Aceleré el paso al cruzarme con él y casi por inercia, porque éramos los únicos habitantes despiertos en aquella ciudad que dormía, le saludé con una ligera inclinación de cabeza.
Rápidamente caminé hacia la otra cera, deseando que alguien se hubiera desperezado. Pero comprendí que sólo los locos, los solitarios y los lobos soñados eran capaces de salir a aquellas horas a la calle.
Entonces le vi. Fue a través del reflejo de un escaparate. Me seguía con un paso que trataba de ser firme y una intención que enseguida descifré a pesar de tratarse de un reflejo.
El corazón comenzó a saltarme en el pecho. Aceleré aún más el paso sin importarme que el sonido de mis tacones resonara con machacona insistencia y se colara por las ventanas entreabiertas. Detrás oía su respiración jadeante y sus pasos cruzados que tropezaban y maldecían a la vez.
Si los pasos de aquel hombre hubieran sido rápidos y directos y me hubiera alcanzado en ese momento, puede que ahora no estuviera recordando esta historia. Pero su torpeza me dejó tiempo para pensar, para comprender.
Fue como si en ese relámpago de consciencia, el tiempo se hubiera extendido indefinidamente y me hubiera permitido ver en un segundo, todas las opciones posibles de lo que estaba por ocurrir.
Una de esas opciones era la valentía.
“Si en mí, me dije, existiera el valor necesario para convertirme en agresora en vez de víctima, cogería el bolígrafo que llevo en el bolso, esperaría a tenerle cerca, me volvería y con un gesto rápido y preciso se lo clavaría en la garganta. Después esperaría tranquilamente a que el hombre se desangrara y luego continuaría mi paseo”.
Continué andando y muy despacio, como si de una espada se tratara, desenfundé el bolígrafo, lo agarré con fuerza y reduje el paso. Ya no temblaba. Mi mente estaba asombrosamente clara y despierta, y creo recordar que incluso me divertí pensando en la cara de sorpresa del lobo al ver volverse a su víctima convertida en un cordero sádico.
Sonreí impaciente, deseando tenerle cerca, lo suficientemente cerca como para llevar a cabo la opción elegida.
Oí sus pasos justo detrás de mí y entonces me volví. Alcé el brazo y lo hice. Le clavé el bolígrafo en el cuello con una precisión increíble, como si hubiera hecho aquello cientos de veces. El hombre cayó al suelo como un plomo y antes que de sus ojos se cerraran me cercioré de que se daba cuenta de que las tornas habían cambiado, que había sido él quien había estado persiguiendo al lobo.
Esperé hasta que todo hubo acabado y después reanudé mi paseo. Guardé el bolígrafo en el bolso y al echar un último vistazo a su cuerpo sin vida a través del reflejo de un escaparate, advertí que no estaba.
No me sorprendió. A fin de cuentas mi deseo de gritar en aquella plaza había sido sólo eso, un deseo.


Madrid, 22 de Julio de 1990.

miércoles, 1 de febrero de 2012

BRONSON/HARDY



Hace casi dos años un vecino de Londres, el único con quien siempre coincido en el ascensor y cuya imagen es difícilmente olvidable, vino a cenar a casa e intercambiando recomendaciones de películas y libros nos habló de Bronson. Su descripción del personaje protagonista fue tan enfática y apasionada que al día siguiente la pedí en Lovefilm para verla. Nos dijo que estaba basada en la vida real del preso más violento de Inglaterra, Charles Bronson.

Una de las cosas que más me intrigó fue la descripción de Richard, así se llama el vecino, del aspecto de Bronson. El actor, dijo, es lo mejor de la película. Es un tipo bestial, con un cuerpo espectacular, gigante de gimnasio, fuerte y voluminoso, con la cabeza totalmente rapada y una voz increíble. Mientras Richard describía a Bronson yo iba tomando nota porque Richard es precisamente así, paso por paso. Es fácil que comprobéis la similitud porque Richard es el cantante del grupo Right said Fred, conocido sobre todo por la divertida y siempre de moda “I’m too sexy for my car…” Si miráis una foto suya y una de Bronson veréis que el parecido es asombroso. Por eso mientras Richard describía a Bronson yo me quedé prendada de aquella curiosa y fantástica similitud: la de alguien describiendo apasionadamente a alguien que es exactamente igual a él.
Cuando Bronson llegó, quedé aún más fascinada. Desde entonces es una de mis películas preferidas y Tom Hardy un descubrimiento de esos que ocurren pocas veces en la vida. Ahora es conocido, pero hace dos años no lo era tanto, al menos fuera de Inglaterra. Es uno de los mejores actores que hay y según mi gusto, el más atractivo, masculino y bestial después del inigualable Marlon Brando. Tom Hardy convierte Bronson en una obra maestra. Richard dijo que era una especie de Naranja mecánica del siglo XXI y tiene razón. La estética es inolvidable y la música, clásica y de pop, está escogida con precisión para enfatizar las imágenes y dar sentido y profundidad a lo que se muestra.

Charles Bronson, el preso más peligroso de Inglaterra, lleva desde 1974 en prisión excepto por un par de veces que ha salido. Creo que en total ha estado fuera cuatro meses. De esos 37 años, todos excepto cuatro, los ha pasado en una celda de aislamiento. 33 años aislado en una celda. Toda una vida. ¿Y por qué un hombre que no ha matado a nadie lleva toda su vida en la cárcel? Porque su forma de comunicarse con el mundo es la violencia. Después de ver la película y curiosear algo sobre su vida he llegado a la conclusión de que del mismo modo que hay personas que se expresan con la música, la escritura, la danza, o simplemente las palabras, Charles Bronson lo hace con la violencia. Su primer arresto fue por atracar una oficina de correos y después de eso la condena se ha ido alargando dentro de las cárceles que ha pisado, 120 en total, y los incidentes que ha protagonizado en ellas. Ver la película es un placer para quien le guste el boxeo y a mí me parece poética esa descomunal violencia, ese uso sin sentido ni fin de los músculos y el vigor masculino. Bronson es un animal y aunque imagino que la realidad no es tan “dulce” como la ficción, es curioso saber que hay un hombre por ahí cuya única finalidad en la vida es “meter de hostias” a todo aquel que se cruce en su camino. Es como si fuera un ser creado en otro planeta, con un código de interpretación y respuesta basado en lo mucho o poco que le cabree la actuación ajena. Y con un cuerpo así, su respuesta es casi coherente. Bronson fue boxeador en su juventud en el Este de Londres y fue su manager quien eligió el nombre del actor de Death Wish para él.

La película es de esas que apetece y hay que ver una y otra vez, bueno yo siempre veo una y otra vez las películas que me gustan. En esta en concreto los personajes son fabulosos y extraños y están tratados con una pátina surrealista y a la vez grotescamente real. Bronson transcurre dentro del horrible y decadente Londres de los años 80, con moquetas verdosas, tapicerías pesadas, muebles de plástico, lámparas y cortinas rojas y el cutrismo a flor de piel que en general envuelve lo verdaderamente esencial del East. Todo eso dota a la película de una estética particular y chirriante que obviamente distancia y a la vez, de nuevo, permite contemplar la brutalidad con cierta simpatía. El director, Nicolas Winding Refn acaba de estrenar Drive y es también autor de Valhalla Rising, donde vuelve a tratar la potencia física con la historia de un guerrero mudo de fuerza sobrehumana.
Pero dejando a parte lo que rodea a Tom Hardy, la película es Tom Hardy. La voz de Tom Hardy: ¿qué puedo decir de semejante delicia? Hay que escucharle, en inglés por supuesto, y deleitarse con su gravedad y ese acento cockney hortera que tanto me gusta, con sus gestos y sus miradas, con su forma de hablar y de andar, y perderse en ese despliegue de trapecios y deltoides y pectorales puestos al servicio de una lucha absurda y magnífica cuyo único sentido imaginable es la necesidad de dar uso a un infinito torrente de testosterona que brota de la más bella de las máquinas de la creación: El hombre.
Siempre digo que si fuera chico, sueño imposible, me gustaría ser así: Una mole con peso propio, una masa de músculos y fuerza incontenible. Por eso, para alguien que disfrute con la visión un gigante enfrentándose a seis guardias de prisión armados con porras, a quien le guste soñar en cómo sería tener la cara destrozada de puñetazos, sólo soñar, esta película le gustará.
Tiene escenas maravillosas y diálogos tan curiosos y bien trazados que para quien guste más de otras sutilezas, yo también me fijo en otras sutilezas, es igualmente una joya. Bronson conoce a su manager en la cárcel cuando está a cargo del carrito del té. Imagen: Bronson repartiendo té a los guardias. La visión de esos antebrazos manipulando las tazas y la jarrita de la leche es sublime. Su manager, un gay escuálido, afeminado y descarado desconcierta a Bronson. Cuando el gay se le come con los ojos y pasa por su lado exclamando un sugerente “very nice”, Bronson no sabe si ofrecerle té o romperle la cara. Su inteligencia no es su punto fuerte y el gesto que hace con los puños y la inmovilidad que la duda sustenta lo dicen todo.




Sería interesante meterse en la cabeza del verdadero Charles Bronson, pero me conformo con la imagen que ha creado Hardy. Es algo con lo que se puede jugar, soñar. Un personaje así necesita poesía y saber hacer. Y Tom Hardy sabe lo que hace.
Hace poco estrenaron Warrior, también con Tom Hardy en la que hace de boxeador y en la que más aún que en Bronson es una delicia verle desnudo y golpeando en el ring a toda clase de tipos. Hay muchos actores capaces de mimetizarse, de ponerse en la piel de personajes distintos y darles vida y fuerza, pero muy pocos pueden o han podido sustentar un físico con tanto peso y a la vez dominar la pantalla con una excelente interpretación.
Tom Hardy: Que el mundo se prepare.