martes, 13 de septiembre de 2011

¿MADURAR O ENVEJECER?


Es un proceso curioso hacerse mayor, madurar lo llaman o, depende de cómo se mire, envejecer. Una vez un amigo, el mejor que he tenido, me dijo que cuando te hacías mayor no eras más sabio ni más valiente si no todo lo contrario. Cuanto más sabes, más sabes que no sabes y en cuanto a la valentía es algo que te va dejando a medida que el cuerpo pierde su energía natural, su vigor. Aquel comentario se me quedó grabado y desde entonces, ya han pasado más de 27 años, siempre tengo en mente aquella señal de peligro. Se enciende y avisa sobre todo cuando veo a mi alrededor los estragos de una “vejez” prematura en las reflexiones, las actitudes y costumbres de aquellos con quien de vez en cuando me relaciono. 
Ser un visitante de la cotidianidad de los otros, comprobar los estragos que ocasiona esa costumbre tan arraigada entre los humanos que es el plagio de vidas o la búsqueda de una vida “normal” le deja a uno preguntándose muchas cosas. No me canso de observar, de preguntarme por qué la idea que tengo de lo que significa ser hombre está tan alejada de lo que me encuentro. Somos hombres y como tales debemos luchar para estar por encima de aquello que trate de mermar nuestra valentía, nuestras energías, nuestro deseo de grandeza. Pero lo cierto es que es precisamente cuando uno se acerca cuando ve que la mayoría no sueña ni remotamente con nada parecido a la grandeza. Que las ideas y razones que se dan para vivir, son la mayoría de las veces frágiles y poco seguras, andamios creados a toda prisa para hacer frente a una vida que parece no tuvieron tiempo de elegir. Casarse, tener hijos, comprar un coche, una casa con hipoteca… Es como si todo eso les viniera de fuera, por paquete postal sin haberlo encargado, como si su vida estuviera montada de antemano y ellos colocados en un escenario con las manos vacías.
Con el tiempo vamos viendo morir entusiasmos, vamos viendo cómo muchas personas con las que teníamos “ciertas cosas” en común van abandonando la “carrera”. Ya no pueden correr. Llevan demasiadas cosas en los brazos. Hay demasiado que proteger que no son ellos mismos. El miedo crece cuando eres responsable de la vida de otros. Ya no puedes saltar porque si te caes arrastras a otros contigo. Y la vida se vuelve más quieta. Y te duermes más fácilmente. Y el mundo ya no puede ser un lugar dónde luchar y morir y vencer o ser vencido sea la meta, si no un espacio con el suelo mullido y las esquinas tapizadas. Y comprendes todo porque tú quieres que te comprendan y a eso lo llaman madurez. Y ya no te ríes con tanta despreocupación, ni saltas para abarcar el espacio que te rodea. Y ves con ojos melancólicos lo que podía haber sido. Y desprecias la locura de la juventud y su total despreocupación creyendo que son sueños vanos. Y si quien sigue luchando con espada es de tu edad, le llamas loco y arrogante y te mofas de sus esfuerzos y miras a tu café convencido de que esto es lo que debe ser la vida a partir de cierta edad. Y quién te ha dicho todo eso no lo sabes, pero el resto del mundo está dentro y tú quieres estar dentro. Porqué si no ¿dónde estar? ¿Qué otros espacios existen?
William James decía que las variedades de experiencia religiosa eran tan variadas como las personas. Y eso es cierto para todo. Las variedades de visiones y actitudes ante la vida son tan variadas como lo que nos ha tocado vivir, pero sobre todo dependen de cómo nos explicamos lo que nos ha tocado vivir. De una amiga escuché otra de esas frases que dejan huella y que ayudan a reafirmar esa realidad en la que quiero moverme. Había venido a visitarme a Londres y trajo en la maleta una botella de buen vino tinto, aparte de manjares españoles que tanto se agradecen cuando se vive fuera de casa. Cuando vi la botella de vino, no sólo buenísimo sino carísimo, salir de la maleta facturada le pregunte que cómo se le ocurría llevarla ahí ¿Y si se rompe? Ella contestó: “A mí nunca se me ha roto nada y yo tengo que actuar según mi experiencia. Mientras no se me rompa lo seguiré llevando en la maleta” Toma ya. Algo tan coherente y tan devastador como esa verdad es algo con lo que hay que contar. No todas las experiencias de vida son iguales, por tanto no todas las explicaciones pueden ser iguales. Cada uno tiene dentro un paquete de experiencias con las que debe lidiar durante la vida. La vida es una lucha donde aprender a ser.
Por eso no entiendo que haya personas que pretendan convertir el mundo en un lugar suave y redondeado. Es cierto que todos deseamos que la violencia y la injusticia desaparezcan pero ¿no es perjudicial robarle al mundo todo su argumento? ¿No es gimnasia humana seguir teniendo razones para aprender a luchar, a defendernos, a atacar incluso? No quiero ni pensar en un mundo donde todo fluyera con una suavidad domada, desprovista de cualquier tipo de conflicto o competencia. ¿Qué clase de individuos seríamos en semejante guardería? Y yendo un poco más lejos, desde un punto de vista que me concierne directamente, ¿Cómo nos acercaríamos a cierta ficción sin llevarnos las manos a la cabeza? En semejante mundo, comportamientos como los de Otelo, Yago, Antígona o Aquiles nos parecerían inhumanos y lo humano sería hablar con voz de psiquiatra o de cura, todos con todos.
Si lo que llaman madurar es ser comprensivo y tolerante con la estupidez de los otros sería mejor no madurar, si para madurar hay que perder el impulso y mirar con condescendencia a quien cree en sus sueños, y convencerte de que los que saben pasarlo bien en realidad sólo lo hacen para contar lo bien que lo pasan, qué triste sería madurar. Pero no nos equivoquemos, cuando empleamos un término en realidad nos estamos refiriendo a otro. El problema es que a ese envejecer se le llame madurar. Son conceptos distintos porque madurar es “llegar al completo desarrollo, estar en su punto o su mejor momento”. Es, podríamos decir, estar listo para vivir, no acabado para la vida.

jueves, 1 de septiembre de 2011

CONCEPTOS EN PELIGRO DE EXTINCIÓN


En una frase que define magníficamente nuestra época, Harold Bloom dice: “A la información tenemos acceso ilimitado, pero ¿dónde encontraremos la sabiduría?”.
Hay conceptos que parecen pertenecer a otras épocas, palabras que han quedado relegadas a ciertos contextos ahora casi extinguidos. Son una especie de dinosaurios ontológicos. Palabras grandes, llenas de connotaciones y significados cuya realización resulta inalcanzable. Según el diccionario, la sabiduría es el conocimiento profundo que se adquiere a través del estudio o la experiencia. El sabio, sabe, tiene la facultad de poder entender y juzgar las cosas, de darles su justa medida. Sabiduría es conocer el sentido de la realidad. Es saber qué son las cosas, quiénes somos cada uno y actuar con respecto a ese conocimiento. Ya no se usa demasiado esa palabra. Si acaso decimos que alguien es inteligente, avispado, que sabe latín… Pero, ¿Cuántas personas sabias conocemos? De todas las personas que existen, ya sean conocidas o no, ¿de quién podemos decir que es un sabio/a? Y lo que es más ¿cuántos aspiramos a serlo?
Para mí un sabio es quien utiliza lo que sabe, lo que tiene y lo que es para vivir mejor, para ser más feliz, para acercarse al ideal de sí mismo, para hacer de sus días una sucesión de momentos ricos, únicos e inolvidables. Ser sabio es aprender a amar lo que nos conviene. Saber la medida de nuestras posibilidades y tener el valor y el tesón para luchar contra eso que queremos desechar en nuestro carácter y en nuestro entorno y que nos aleja del ideal. Ser sabio es conocer el mundo y conocernos a nosotros mismos. La sabiduría se adquiere, pero es cierto que hay personas que nacen más sabias que otras. Ser sabio es hacer, pensar y sentir aquello que contribuye a engrandecernos. Y para eso hay que educar y reconducir la inercia, exterminar la ignorancia, cultivar el discernimiento. Porque para encontrar algo hay que saber dónde buscarlo. Una de las fuentes principales de sabiduría es la literatura. Pero ni siquiera esa palabra es lo que era. Ahora la literatura es sinónimo de entretenimiento, de evasión. Muy pocas personas creen en el poder de la literatura. Y hacen mal, porque si en alguna parte podemos encontrar sabiduría es en ese legado de incalculable valor que tenemos a nuestro alcance, pero que como la palabra sabiduría consideramos obsoleto o inalcanzable.
¿Dónde encontrarla entonces, como pregunta Bloom?
Un lugar es el teatro.
En el teatro clásico griego, por el que siento una inagotable y profunda admiración no sólo se trataba de entretener si no de educar, no sólo nos contaba una historia, sino nuestra historia. Su meta no consistía únicamente en explicar el mundo y lo divino, sino operar una catarsis en nuestro interior, hacernos ver viendo, lograr que fuésemos capaces de comprender nuestras circunstancias observando las de los demás. Ese teatro era más que teatro, era escuela de vida, universidad y psiquiatra. Allí se aprendía cuántos problemas nos trae la ira o la envidia, se veían las consecuencias de la hybris, y por qué no debíamos creer que sólo con nuestro ingenio podíamos vencer los enigmas de este mundo. El teatro griego era y sigue siendo, porque leer a Eurípides o a Sófocles es hoy más fácil que nunca, una fuente inagotable de sabiduría. No es que la sabiduría no exista, es que no sabemos aprehenderla, retenerla, reconocerla siquiera. Hoy se puede ir muy bien por la vida sin ser sabio, ni siquiera culto. Hoy, creemos, basta con estudiar y ser espabilado. Pero yo me pregunto: basta ¿para qué? ¿Qué nos conformamos con ser?
Siguiendo la pista de ese “dónde”, muchos siglos más tarde, lo más cercano al prodigio griego lo logró Shakespeare en la época isabelina. Su teatro, como el griego, fue capaz de desmenuzar la naturaleza humana y ponerla ante nuestros ojos con una brutalidad y belleza incomparables. Shakespeare, según Harold Bloom, fue el inventor de lo humano. Shakespeare, dice, lo ha escrito todo, lo sabe todo, lo ha contado ya todo. Y es cierto que Shakespeare es un monopolio literario que ha abarcado lo que ningún escritor ha conseguido abarcar. Es inagotable porque sus obras lo son, porque las explicaciones con las que defendemos o criticamos las acciones de sus personajes son infinitas y los matices y las interpretaciones son tan variados como individuos puedan considerarlas. Al acercarnos a sus obras uno siempre tiene la sensación de que está pasando por alto algo importante, y que de ser más inteligentes, o poseer la capacidad de alejarnos de nuestra propia naturaleza, podríamos descubrir su sentido completo. Shakespeare, como el teatro griego, rezuma sabiduría. Y lo hace porque contiene mundo enteros, visiones que engloban todas y cada una de las posibilidades con que los mortales podemos encontrarnos. Es un diccionario de humanidad. En sus obras están reflejados todos los horrores y bellezas, todos los miedos y faltas que podemos cometer. Leer a Shakespeare es acceder a un pozo sin fondo de misterio, donde nunca llegamos a agotar el sentido.
Si necesitamos pistas, por ahí podemos empezar a indagar sobre la sabiduría. Si queremos conocer el mundo y conocernos, si queremos incluso pasar un buen rato, descubrir personajes únicos y eternos, seres perfectos en sí mismos a pesar de sus errores y pasiones, Shakespeare, Eurípides y Sófocles están ahí desde hace siglos. Nos han dado todo lo que sabían para que hagamos uso de ello. Es nuestro deber aprender a determinar qué es valioso. No podemos dejar que la capacidad de reconocer la sabiduría se pierda en nosotros. Tenemos que esforzarnos por mantener vivas ciertas palabras porque no podemos permitir que se extingan. Como seres humanos me parece más peligroso dejar morir ciertos conceptos e ideales que ciertas clases de plantas o animales. La selección de las especies ha destruido miles, millones de plantas y animales a lo largo de la historia antes de que llegáramos nosotros. Pero dejar morir un concepto como la sabiduría, relegarlo al recuerdo como un trasto que pertenece al pasado y que ya no nos concierne me parece mucho más grave. Es en cada uno de nosotros donde esas palabras tienen posibilidad de continuar vivas. La responsabilidad es individual y el esfuerzo también lo es. Puede que no logremos ser sabios pero debemos intentarlo. Somos el hábitat perfecto para que ciertas palabras florezcan y prosperen. Su extinción o preservación depende de nosotros porque ningún otro ser vivo puede cultivar esos conceptos. Somos huertos de grandeza y debemos regarnos con aquello que la grandeza requiere.