martes, 15 de diciembre de 2009

APRENDIENDO A NADAR


No saber nadar es no saber flotar, o mejor, no saber que se puede flotar. Nadar es simplemente saber moverse de una forma concreta. Aunque lo verdaderamente interesante es que una vez que hemos aprendido, descubrimos que ni siquiera es necesario moverse, que uno puede “hacerse el muerto” y simplemente flotar.
Si alguien no sabe nadar se ahoga en una situación que no es absoluta si no circunstancial. Es decir, si te caes desde un precipicio de 400 metros es más que probable que te mates, porque no es posible “aprender a caer”. Pero ahogarse, a no ser por supuesto que al elemento agua se le añadan otras incidencias como corriente, olas, piedras, etc…, significa que no tenemos incorporada la noción de cómo movernos para salir a flote. Ahogarse es no saber cómo dejar de moverse. La lucha, el chapoteo, el drama, lo creamos nosotros. El agua no nos hunde, somos nosotros quienes nos hundimos, quienes creamos la resistencia y el peligro.
Este escenario me hacer pensar en esas situaciones que encontramos en nuestra vida, en las que no saber cómo movernos tendrá como resultado que nos ahoguemos. Cuantas veces moveremos los brazos haciendo aspavientos en declarado pánico, tratando de permanecer a flote, cuando lo único necesario es saber que flotamos y que con un movimiento apenas perceptible podemos salir de ello. Cuanta energía gastaremos tratando de chapotear y elevar la cabeza cuando lo más sencillo es relajarse, hacerse el muerto y agitar grácilmente las piernas para alcanzar tierra firme.
Saber nadar es saber moverse, es saber que flotamos. Y esa diferencia, el saber, es lo que separa la vida de la muerte, el triunfo del desastre. Si no sabes que estás hecho para flotar, simplemente te ahogas. No crees en tu flotabilidad aunque la lleves dentro. Crees que el agua es más poderosa que tu capacidad de navegación y luchas contra algo que no necesita ser combatido. Es la lucha la que nos agota, el miedo el que nos nubla el conocimiento, y cuando queremos darnos cuenta estamos agotados, en el fondo. La más absurda de las realidades, porque con los brazos cómodamente cruzados en la nuca y un ligero chapoteo de pies habríamos alcanzado la orilla.
Hay que conocer nuestro nivel de flotación, porque desde esa orilla segura, el nadador que nos observa, no puede transmitir, cuando ya estamos inmersos en el agua, lo fácil que es no ahogarse. Es una sabiduría que requiere conocerse de antemano para cuando llegue el momento de utilizarla. Lo que alguien nos aconseja desde fuera, ese sencillo ¡mueve los brazos! puede servir precisamente para agotarnos, para despertar el miedo que bloquea nuestras capacidades y hacernos más conscientes de que no sabemos lo básico, algo que de pura sencillez hemos pasado por alto.
Saber nadar es “saber” que podemos flotar. Es no dudar, es reconocer que la lucha es a veces un obstáculo invisible creado por nuestro espíritu guerrero, que sólo vive y se crece con las victorias. Un espíritu que sólo sabe de superación y lucha porque lo único que tiene sentido para él es vencer. Ese espíritu guerrero a veces nos mete en el agua y nos obliga a oponer resistencia ante aquello que no nos ataca. Es cierto que el guerrero es quien nos saca normalmente de los problemas, quien nos hace crecer y avanzar, pero su ámbito es la acción, el ataque. Vive en esa época de nuestro espíritu en la que el uso de la fuerza es la única forma de vencer los obstáculos. El guerrero mira y evalúa, pero su respuesta es siempre violenta. El diálogo y la comprensión no forman parte de su vocabulario. El guerrero cree que siempre estamos en guerra. Desde su visión, todo forma parte de una estrategia de supervivencia. No le importa agotarse, mancharse, sangrar, porque esa es su condición. Si un guerrero no lucha ¿entonces qué hace con su tiempo? ¿con su fuerza? ¿con la vida? Si no lo convierte todo en lucha, la vida se vuelve entretenimiento, y no hay nada más aburrido y mezquino que el ocio. El ocio para el guerrero es la muerte. El ocio es la no resistencia, la no-agua. La nada alrededor. No creo que debamos enseñar al guerrero a relajarse, pero sí saber cuando llamarle y cuando no.
No todas las acciones requieren la misma fuerza. No es necesario utilizar una grúa para coger una flor del campo. Basta con estirar la mano y arrancarla suavemente.