Es un momento definitivo cuando las cosas dejan de ser vistas, sentidas y apreciadas a través del símbolo y se convierten en “lo que son”. Se dice que eso es madurar: Ver las cosas como son. Pero ¿Cómo son las cosas? Cuando les arrebatamos la pátina del significado, las cosas pierden el oro que las recubre, aquello que las coloca en un lugar privilegiado. Desnuda de simbolismo, cualquier cosa pierde “historicidad” y queda reducida a una diapositiva. Es sólo un objeto perceptible por los sentidos. Y los sentidos, sin sumarles nada más, son solamente herramientas. Utilizados sin combinarlos con la imaginación, la memoria, los sentimientos o los deseos pierden un grado de humanidad.
El amor, la fascinación, el odio, la admiración, proporcionan sentido. Si despojamos a la persona amada, odiada o admirada de todo eso, esa persona se convierte en algo neutro, pierde status. Es simplemente algo más entre la infinidad de cosas que nos rodean. Para que la vida, las personas, los lugares, las experiencias tengan sentido hay que tratarlas desde el lado simbólico, hay que dotarlas de algo nuestro, vestirlas con nuestras ropas, ofrecerles nuestra atención, hacer uso de nuestra subjetividad.
Vivir sin filtro empobrece nuestra vida, nuestros recuerdos, nuestra historia. Nos hace pacientes, del verbo padecer, en lugar de creadores. Es tomar lo que nos dan crudo, sin atrevernos a cocinarlo o sazonarlo a nuestro gusto, simplemente porque es el sabor que trae de fábrica. Es acomodarse a lo que viene de fuera, acobardarse ante algo que a simple vista parece más grande. Es no saber que la riqueza, el valor y el sentido los aportamos nosotros.
Eso no quiere decir que sin nosotros no existan sitios, situaciones o personas especiales. Existen. Pero dependiendo de la capacidad del que mira eso será evidente o invisible. Sin “vista” incluso lo más sublime pasa desapercibido. El que no ve, carece de poder artístico, desconoce las claves para construir tanto su propia individualidad, como para reconocer el poder intrínseco que ofrece lo extraordinario. Quien no sabe utilizar lo existente para construir su mirada es pobre e incompleto. Su vida siempre carecerá de encanto, de misterio y significado. Dejarse convencer de que las cosas “son lo que son”, es renunciar a uno mismo, es renunciar a un don. Y es que no saber que la capacidad para crear significado es un don que se nos otorga junto con nuestras propias circunstancias, es tan triste como no haberse enamorado nunca, no haber llorado nunca, no haber reído nunca.
En términos biblicos sería la parábola de los talentos. Es la pregunta: ¿Qué haces con lo que se te ha dado?
Todo lo que nos hace sentir más vivos, lo que nos hace más conscientes y más ricos, es aquello a lo que hemos otorgado un significado en forma de símbolo, aquello en lo que hemos puesto nuestra intención y capacidades. Lo que posee historia y peso en nuestra memoria.
Quien es capaz de dotar de sentido incluso a lo más insignificante, nunca sentirá que la vida está vacía o que no tiene sentido. Jamás se planteará las preguntas ¿Para qué hacer esto? ¿Por qué escoger eso en vez de aquello? Todo lo que haga, sienta, piense y decida formará parte de esa mirada poderosa cuyo objetivo es convertir lo subjetivo en un acto de creación.
El amor, la fascinación, el odio, la admiración, proporcionan sentido. Si despojamos a la persona amada, odiada o admirada de todo eso, esa persona se convierte en algo neutro, pierde status. Es simplemente algo más entre la infinidad de cosas que nos rodean. Para que la vida, las personas, los lugares, las experiencias tengan sentido hay que tratarlas desde el lado simbólico, hay que dotarlas de algo nuestro, vestirlas con nuestras ropas, ofrecerles nuestra atención, hacer uso de nuestra subjetividad.
Vivir sin filtro empobrece nuestra vida, nuestros recuerdos, nuestra historia. Nos hace pacientes, del verbo padecer, en lugar de creadores. Es tomar lo que nos dan crudo, sin atrevernos a cocinarlo o sazonarlo a nuestro gusto, simplemente porque es el sabor que trae de fábrica. Es acomodarse a lo que viene de fuera, acobardarse ante algo que a simple vista parece más grande. Es no saber que la riqueza, el valor y el sentido los aportamos nosotros.
Eso no quiere decir que sin nosotros no existan sitios, situaciones o personas especiales. Existen. Pero dependiendo de la capacidad del que mira eso será evidente o invisible. Sin “vista” incluso lo más sublime pasa desapercibido. El que no ve, carece de poder artístico, desconoce las claves para construir tanto su propia individualidad, como para reconocer el poder intrínseco que ofrece lo extraordinario. Quien no sabe utilizar lo existente para construir su mirada es pobre e incompleto. Su vida siempre carecerá de encanto, de misterio y significado. Dejarse convencer de que las cosas “son lo que son”, es renunciar a uno mismo, es renunciar a un don. Y es que no saber que la capacidad para crear significado es un don que se nos otorga junto con nuestras propias circunstancias, es tan triste como no haberse enamorado nunca, no haber llorado nunca, no haber reído nunca.
En términos biblicos sería la parábola de los talentos. Es la pregunta: ¿Qué haces con lo que se te ha dado?
Todo lo que nos hace sentir más vivos, lo que nos hace más conscientes y más ricos, es aquello a lo que hemos otorgado un significado en forma de símbolo, aquello en lo que hemos puesto nuestra intención y capacidades. Lo que posee historia y peso en nuestra memoria.
Quien es capaz de dotar de sentido incluso a lo más insignificante, nunca sentirá que la vida está vacía o que no tiene sentido. Jamás se planteará las preguntas ¿Para qué hacer esto? ¿Por qué escoger eso en vez de aquello? Todo lo que haga, sienta, piense y decida formará parte de esa mirada poderosa cuyo objetivo es convertir lo subjetivo en un acto de creación.